jueves, 17 de julio de 2014

Forma


Objeto y Proceso
Apuntes sobre ontología de la Forma
 
El concepto de “forma” tal y como recorre la metafísica occidental mantiene la huella del esquema hilemórfico fundado por Aristóteles y perpetuado (con matices) hasta el apogeo de la modernidad. Para el pensador griego, todo cuerpo o sustancia resulta de la concordancia de sus dos principios constituyentes: por un lado la materia (pasiva e indeterminada, invariable y genérica a todo lo que existe) y por otro la forma (activa y configurante,  sustantiva de las propiedades y potencias de cada objeto). El mundo sensible y las entidades que lo pueblan sería entonces un campo necesariamente formal en el que cada cosa obtiene su esencia y fundamento de la convergencia de lo universal y lo particular, lo necesario y lo accidental, lo determinable y lo determinante, el “principio de individuación” y el individuo, en el que lo singular es definible en función de sus diferentes grados de especialización y concreción en cada instancia. Si bien ambas categorías, materia y forma, son por fuerza simultáneas y concomitantes en cualquier realidad física, el hecho de escindir los registros binarios de lo material y lo formal propiciará el desarrollo de abundantes especulaciones escolásticas sobre la mutualidad polar de los cuerpos y los ideas, la potencia y el acto, o la esencia y la existencia, que contemplan los objetos como identidades firmes y con cierto grado de autonomía, imperturbable a través de todas las transformaciones, encuentros y mezclas con otras entidades. El objeto es entonces agente capaz de los acontecimientos, a los que sobrevive.
Pese a su enorme repercusión en la ontología clásica, el hilemorfismo será fuertemente cuestionado en los albores de la física y la química modernas, que propondrán que tanto los atributos ónticos de los objetos como la dialéctica de los acontecimientos están sujetos a perturbaciones que trascienden el modelo aristotélico. La modernidad propondrá cosmogonías en las que la antigua sustantividad de la materia resulta incapaz de dar cuenta del dinamismo intrínseco al mundo, explicable ahora como función de fluctuaciones energéticas o informacionales. Si el pensamiento griego buscaba aclarar la realidad de los objetos como identidades estáticas y a su manera ensimismadas (y deudoras en la mayoría de los casos de un orden divino generatriz), la modernidad  se ofuscará por explicar el movimiento y el cambio, desde la constatación del vitalismo de la naturaleza y la continua reformulación y refiguración de lo existente: lo nuclear al Ser no será ya un orden formativo de identidades concretas y específicas (conforme a las metafísicas de Parménides o Platón), sino un proceso universal y continuo de transformaciones en el que cada realidad concreta no es más que una abstracción local y contingente del flujo universal de acontecimientos (postura más cercana a Heráclito y su metáfora del mundo como río).
La primera tentativa sistemática por trascender los límites del modelo metafísico aristotélico se dará probablemente en la fenomenología hegeliana, que aspiraba a incorporar el pensamiento lógico formal clásico en un orden dinámico superior que denominará “lógica dialéctica”: la formalidad de los entes será para Hegel un “reino de sombras”, pues la identidad no es más que un trampantojo subsidiario de la verdadera esencia universal, el devenir. Una pirueta filosófica (la de introducir el movimiento en el corazón de todos los conceptos, y de todos los objetos) que resonará en la mayoría de las ontologías posteriores, que desecharon la idea de que “el mundo es el conjunto discreto de todos los objetos” por la de “el mundo es la sucesión continua de todos los acontecimientos”. Sin embargo, la dialéctica hegeliana es ante todo un sistema fenomenológico, y por tanto centrado en la realidad sensible, experiencial. En consecuencia lo formal, incluso abordado desde la lógica dialéctica, se abordará como categoría epistemológica, relativa al modo en que nos apercibimos del mundo en un momento histórico determinado. La escisión entre objetivismo (tan fértil en la génesis del Estilo Internacional) y subjetivismo (indeleble en la arquitectura moderna vía romanticismo y expresionismo) es trascendida fenomenológicamente en la unidad inmanente del fenómeno, cuya concreción espaciotemporal es concomitante a la efectuación de la memoria en el flujo de la conciencia. Es decir: la forma es ante todo el efecto de un reconocimiento, una categoría cognitiva inseparable del marco afectivo, intencional, epistémico etc. del sujeto (individual o colectivo) en el que encuentra su identidad. La forma (entendida como categoría tanto ontológica como estética) es ante todo un producto histórico, al ser la Historia quien le otorga sus potencias y su ser. De ahí que a finales del siglo XIX fuese posible enunciar la máxima “la forma sigue a la función”, de raigambre fuertemente dialéctica por cuanto establecía de manera implícita que la identidad de todo artefacto es fundamentalmente relacional. Los objetos ya no son agentes capaces por sí mismos, sino dispositivos de interacción dinámica en función de sus covalencias, de sus usos potenciales.

La correspondencia entre contenido formal e intencionalidad será un tema constante de la ensayística arquitectónica moderna, especialmente a través del pensamiento (de nuevo fenomenológico) de Heidegger. De acuerdo con el alemán, la formalidad del mundo se da en correspondencia con los modos de existencia del hombre, propiciando una concepción del “lugar” como espacio experiencial que es poseído a través del habitar mediante procesos de familiarización, aclimatación y construcción de territorialidad. Esta concepción del espacio como connotación alcanzará popularidad a través de las ideas de Christian Norberg-Schulz y su análisis del “genius loci”, una especie de aura invisible pero intuida que aglutina y condensa los factores históricos, geográficos, afectivos, existenciarios, etc, de cada lugar específico. Si bien la metafísica heideggeriana concebía al Ser como acontecimiento transitivo y en perpetuo dinamismo, Nobert-Schulz consideraba que el genius loci evolucionaba con el tiempo, pero manteniendo siempre una esencia firme e invariable (el ‘stabilitas loci’) capaz de salvaguardar el espíritu o identidad de cada lugar más allá de las contingencias temporales que en él tengan lugar, habilitando el sentido de “hogar” en el que el hombre encuentra su acomodo en el mundo por familiaridad. El genius loci es por tanto un estabilizador, que permite encontrar sentido en la neutralidad afectiva del espacio cartesiano, puramente métrico y extensivo: la capacidad de la realidad para resistirse al devenir es lo que permite la consideración de Cosas u Objetos, entidades de identidad fija tanto por sí mismas como en relación al sujeto-habitante.
Si bien la línea de investigación fenomenológica-existencial iniciada por Norbert-Schulz hacía hincapié en la identidad del lugar como permanencia que subyace y sobrevive a los acontecimientos, lo cierto es que la metafísica heideggeriana se fundaba en la concepción del ser como acontecer más que como sustantividad: su pensamiento recogía los conceptos de cosa, objeto o identidad, pero reconociendo en ellos un hermetismo que sólo podía ser trascendido mediante la acción, de acuerdo a su concepción relacional del Ser. En paralelo al trabajado de Heidegger, otra línea ontológica intentará prescindir completamente de la formalidad de los objetos y su indescifrable esencia secreta: será la “process philosophy” de Albert North Whitehead, que alcanzará gran repercusión en la filosofía contemporánea gracias tanto a su éxito en la academia anglosajona, como a su influencia sobre otros autores, en especial Gilles Deleuze. El proyecto filosófico de Whitehead postula el mundo como proceso de auto-recreación continua, en el que los objetos no son más que cruzamientos puntuales en una red universal de eventos: su metafísica busca superar la sustancialidad de la res extensa habitual en la tradición occidental, sustituyéndola por la pura transitividad del acontecer.
El desbaratamiento de los objetos y el primado de los procesos como principios metafísicos se convertirá en el eje metodológico de algunas de las más importantes líneas de investigación en ciencias naturales y sociales de la segunda mitad del siglo XX. El modelo analítico del sociólogo Manuel Castells parte de la concepción del mundo-red como un tejido circuitado y atravesado por flujos de intercambio de energía, poder o información, en la que los “objetos” quedan reducidos a meros nodos o cruzamientos entre vectores. Bruno Latour y su “actor-red” o “actante-rizoma” propone renunciar radicalmente a la consideración ontológica de los objetos más que como dispositivos socialmente producidos, que se encargan de puntuar conexiones y singularidades en el flujo universal de acontecimientos para dotar de inteligibilidad al mundo. Es decir, el objeto sería un constructo meramente institucional,  una “caja negra” cuyo contenido sólo puede ser descifrado si es descompuesto en la red de interacciones potenciales que lo caracterizan. En muchos sentidos, este presupuesto es emparentable con el “rizoma” de Deleuze y Guattari, que prescinde también de toda forma (categoría que en su pensamiento pertenecería a los “organismos”) para describir el mundo como entrelazamiento de eventualidades o cuerpo sin órganos informe. Este planteamiento se aproxima al modelo habitual en ciertas teorías de la información y especialmente la cibernética, ciencia que describe los acontecimientos mediante sistemas de interrelaciones mutuas entre agentes dotadas de contenido sintáctico pero no semántico: es decir, como información computable pero no necesariamente identificable. La metodología cibernética dará sus frutos en campos tan diversos como la informática, la genética, las telecomunicaciones, la ecología o el urbanismo, disciplinas que cada vez en mayor medida se centran en el estudio de flujos de interacciones mediante la sustitución de la lógica discreta aristotélica (basada en la identidad como mismidad) por la lógica difusa contemporánea (en la que la identidad es relacional). De esta manera, la clásica sentencia de SullivanLa forma sigue a la función” puede reescribirse como “la forma sigue a la interacción”; que alcanzará gran repercusión en las disciplinas de  composición urbanística y arquitectónica. El aforismo será pertinentemente reescrito por el colectivo de diseñadores Droog Design como “Form Follows Process”. 

Esta evolución cultural que va del hilemorfismo aristotélico (basado en la sustancialidad de la identidad) hasta las contemporáneas concepciones cibernéticas y rizomáticas es paralela a la cosmovisión epistémica de cada período y a sus determinaciones técnicas, sociales y culturales. La era de la globalización y sus problemáticas específicas (complejización de las relaciones sociales, transacciones de todo tipo entre agentes mutables, nomadismo, mezcolanza de identidades, fractura del sujeto y crisis de la representación, modelo financiero inflacionario basado en el crecimiento perpetuo, transformación tecnológica continua…) han propiciado la realización del viejo aforismo marxista “Todo lo sólido se desvanece en el aire” a través de lo que Zygmunt Bauman denomina modernidad líquida, aquella en la que la imparable e hiperveloz sucesión de acontecimientos desestabiliza la firmeza identitaria de lo que anteriormente podían ser considerados objetos autónomos. El auge de la filosofía de los procesos da cuenta de una cultura en la que las mutaciones e interrelaciones entre entidades las convierten en irremediablemente efímeras, y en el que la correspondencia universal entre acontecimientos (formulada por la Teoría del Caos y su rendición implícita ante la arbitrariedad del devenir) convierte al planeta en un enorme ecosistema unitario organizado en torno a la univocidad dinámica de los flujos que lo componen. Mediante el enfoque procesual, las ciudades son valoradas como redes sin identidad, cruzamientos gobernados no sólo por el “aquí y ahora” sino mayormente por sus potencias de interacción, que las localizan en un tejido global y eco-sistemático de intercambios espaciales. Dicha postura será especialmente fértil en el estudio de las condiciones de sostenibilidad urbana, cuya eficacia parte de la comprensión no ya de lo que las cosas son por sí mismas, sino de cuál puede ser su comportamiento potencial en la red de relaciones en las que se hallan inscritas. La concepción de la ciudad como ecosistema prevé lo urbano como campo de imparable variabilidad: frente a la autosuficiencia y absolutez de la polis grecolatina (un organismo terminado, en la medida en que su crecimiento está normalizado y ahormado por un orden regulador), la metrópolis global requiere para su supervivencia una fuerte capacidad de adaptación a las contingencias espaciotemporales que inciden sobre su evolución a cada instante, renunciando para ello a mecanismos de ordenación que, de resultar demasiado rígidos, puedan contravenir la necesaria lógica adaptativa a las condiciones del momento. De este modo, la filosofía de los procesos en sus versiones más radicales renuncia al “stabilitas loci” de Schulz, a toda identidad firme para lo local, que queda a expensas de las determinaciones de la red global de relaciones urbanas y sus requerimientos formales. La epocalidad líquida es, según algunos (entre ellos Žižek), aquella en la que el “genius loci” (espíritu del lugar) ha sido derrotado y suplantado por el “zeitgeist” (espíritu de la época). Rem Koolhaas llegará a afirmar “Identity is the new junk”.

En consecuencia, la tratadística arquitectónica de los últimos 20 años ha investigado con profusión la Forma como subsidiaria de los procesos, ya que no como condición necesaria de los objetos. Sea desde el punto de vista de los dinamismos sociales y energéticos, las derivas demográficas, las nuevas tecnologías de estructura reticular, los procesos incontrolados de expansión-contracción urbana, la sostenibilidad ecológica o las diferentes formas de “acupuntura territorial”, el foco de interés de la urbanística en el cambio de siglo se enroca en las dialécticas procesuales, menospreciando en gran medida la condición objetual y finita de la ciudad, e indirectamente desestimando los fenómenos de identidad. Del mismo modo, la estética, el arte y la composición arquitectónica fomentan la consideración de la Forma como interface o dispositivo de interacción, tanto entre los adscritos a la corriente del parametricismo como en los campos de las instalaciones efímeras, la performance, la escenografía, el diseño industrial, etc: una corriente cuyos presupuestos ontológicos son herederos indirectamente del pensamiento de Whitehead, aunque filtrados por la revolución intelectual de la cibernética. Modelos compositivos paramétricos en los que la forma renuncia a su autonomía (y por tanto, su identidad) quedando a disposición de los fenómenos relacionales.
Este archipiélago epistemológico que conjuga filosofía de los procesos, lógica difusa, rizoma, sociología de redes o mutaciones urbanas se ha convertido subrepticiamente en una especie de paradigma hegemónico de los estudios culturales contemporáneos. No obstante, filósofos como Graham Harman proponen una recuperación de la dignidad ontológica de los Objetos frente a los Procesos, sirviéndose de una peculiar articulación de las ideas de Heidegger y Latour. La resistencia a la licuefacción del mundo como fluido de procesos (y el consiguiente desarraigo de la memoria característico de la modernidad líquida) pasa por reconsiderar la medida en que una de las funciones de la forma es la de generar identidad para cada objeto-utensilio. El espacio y la materia oscilan y se renuevan constantemente, pero en su continuo devenir propician la aparición de entidades e ideas sólidas, objetos cuya esencia y dignidad desbordan la utilidad que les presuponemos, hasta el punto de sugerir la posible reversibilidad del aforismo de Sullivan: Function Follows Form. Históricamente la morfogénesis ha sido pensada pendularmente (ora como identidad del Objeto, ora como dinamismo del Proceso), la pertinencia de repensar la conciliación de ambas categorías es urgente en el mundo contemporáneo, en continuidad con la tradición racionalista que, en las últimas décadas, parece haber aceptado demasiado acríticamente que la belleza del mundo es subsidiaria del movimiento pero ya no de la sustancia, arrinconándonos en un zeitgeist que vanagloria la obsolescencia de conceptos como autonomía, identidad o memoria.



4 comentarios:

  1. cojonudo observer!, qué bien que hayas vuelto!
    oye, este está claro que es uno de LOS temas... ya cuando empezamos con el tema "feísmo", uno de los campos para avanzar que más nos interesaba era el de cómo a través de la diferenciación entre los elementos objetuales (p.e. los chalés...) y procesuales (las edificaciones incrementales) se podría diferenciar legalmente (¡¿objetivamente!?) aquellas actividades constructivas individuales o colectivas de aquellas planteadas como negocio... lo que está claro es que ambas lógicas deben tener sitio en el territorio, pero aunque es cierto que en términos intelectuales la balanza está del lado de los procesos, cada una de las nuevas legislaciones urbanísticas y avances tecnológicos van en el camino contrario ¿cuánto tiempo falta para que GoogleMaps pueda vender ortofotos semanales a los gobiernos con softwares que detecten cambios de centímetros en todo un territorio y esto envíe directamente una notificación de multa a la APLU?
    salud!

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  2. Hoooola, Observer, yo también me alegro de tu brainstormig, again. Aunque algunas migajas virtureales recogía en El Blister, no creas que no, eh? Bonitos y estimulantes post, por cierto :-)

    Ando un poquillo liado y no tengo tiempo de leer el post con paciencia, pero me parece muy interesante eso que dices, Iago. Me refiero a eso de que “aunque es cierto que en términos intelectuales la balanza está del lado de los procesos, cada una de las nuevas legislaciones urbanísticas y avances tecnológicos van en el camino contrario”. Peeeeeero, lo que yo observo, sin embargo, es que tanto los avances tecnológicos como la intelectualización de los procesos, en un momento dado se vuelven en contra de sí mismos, precisamente debido a ese “antagonismo” del que hablas, y que a mí me da que es lo que les retroalimenta. ¿Parasitismo simbiótico? No sé, pero yo supongo que de la misma manera que el lenguaje es literal y metafórico a la vez, los organismos -y los humanos- somos funcionales y disfuncionales al mismo tiempo, automáticos y aleatorios a la vez. Unos más y otros menos, claro está.

    http://www.eldiario.es/turing/ciencia/fallo-Deep-Blue-vencido-Kasparov_0_242876565.html

    PD:.. “esto fue suficiente para que Kasparov ya no volviera a sentirse invencible”, dicen en ese mismo artículo. Y yo me pregunto, ¿acaso Kasparov quería ser más operativo, funcional y automático que la máquina? Pues sí. Pero para hacernos ver esto, la máquina tuvo que convertirse en más “humana”. ¡Qué cosas, no? :-)

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  3. Hey si pasa por aquí Post Dos, por favor que me escriba a crisis_de_fe@hotmail.com... He estado en UK y le he traído un regalito como agradecimiento por todos estos años. Si pasas por aquí escríbeme!!!

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  4. Ok,.. dile a ese Observer "angloparlante", que me dijo Post Dos que ya había pasado por aquí y le había escrito,.. aunque todavía en castellano, creo,.. ¡cachissssss!.. :-)

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